Hubo un tiempo en que los ángeles moraban la tierra, campaban a sus anchas por valles, llanuras, y montañas. Dicen de aquella edad remota que el cielo era de un azul intenso y el sol brillaba con una luminosidad especial, onírica; su luz se derramaba sobre la hierba como leche en un cuenco, como si la magia fluyera y se pudiera respirar en el aire.
No habían aparecido aún los Reinos de los Humanos, ni tampoco había animales ni más plantas que la fresca hierba verde que cubría la Tierra entera. Los mares y océanos eran tranquilos, no había olas, tan sólo un sutil ir y venir de las aguas en la orilla, un continuo mecer que murmuraba suaves melodías, apenas un susurro. Tampoco había más viento que una ligera brisa arremolinada que corría entre los valles, libre realmente, ni más nubes que algún algodón ocasional allá en el horizonte, inmóvil a la vista, pues podría tardar semanas en cruzarlo de este a oeste o de norte a sur.
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