Jan vivía y trabajaba en una vieja fábrica de azúcar de las afueras de Ámsterdam. El complejo había sido abandonado siglos atrás, mucho antes de que las impresoras moleculares dejaran vacías las cadenas de producción de medio planeta. De la noche a la mañana, la mayoría de los costosos procesos mecánicos y químicos de fabricación de productos y alteración de materiales se habían reducido al sofisticado arte de encadenar átomos para formar las estructuras moleculares deseadas.
Como un gigantesco y complejo puzzle de piezas nanométricas, estas impresoras permitían fabricar paneles de aleación de carbono para la captación de energía solar, microprocesadores de silicio para soportar las cada vez más potentes IA, incluso tejidos biológicos como células humanas vivas.