03 – Jan

Jan vivía y trabajaba en una vieja fábrica de azúcar de las afueras de Ámsterdam. El complejo había sido abandonado siglos atrás, mucho antes de que las impresoras moleculares dejaran vacías las cadenas de producción de medio planeta. De la noche a la mañana, la mayoría de los costosos procesos mecánicos y químicos de fabricación de productos y alteración de materiales se habían reducido al sofisticado arte de encadenar átomos para formar las estructuras moleculares deseadas.

Como un gigantesco y complejo puzzle de piezas nanométricas, estas impresoras permitían fabricar paneles de aleación de carbono para la captación de energía solar, microprocesadores de silicio para soportar las cada vez más potentes IA, incluso tejidos biológicos como células humanas vivas.

El proceso requería una gran cantidad de energía, pero esto no era un problema gracias al dominio de la fusión nuclear, santo grial de la era atómica, a mediados del siglo XXI. La técnica se había perfeccionado tanto, que hasta un pequeño reactor de gama baja, del tamaño de la palma de una mano, era capaz de producir 1 MWh de potencia, el equivalente a una central hidroeléctrica de grandes dimensiones.

Estos mismos reactores alimentaban otras maravillas tecnológicas descubiertas en los siglos venideros, como el dispositivo de transporte dimensional (DTD), o motor dimensional, que requería de una altísima potencia para producir el campo magnético necesario para curvar el espacio-tiempo mediante superposición del espacio cuántico. El funcionamiento real era mucho más complejo, pero poca gente en el mundo realmente comprendía los detalles.

Con el problema de abastecimiento energético resuelto, el siguiente desafío al que se enfrentaba la humanidad era la escasez de materias primas. La tecnología de impresión molecular permitía diseñar y construir cualquier estructura atómica, pero no las piezas fundamentales, los átomos en sí. Esto era dominio de la física cuántica y, por razones largamente discutidas en la comunidad científica – y todavía desconocidas – su comprensión y aprovechamiento todavía eludía a la raza humana. En cualquier caso, buena parte de los minerales, metales y elementos pesados como el hierro, el cobalto, níquel, cobre, mercurio, entre otros, comenzaban a escasear en la Tierra.

Con esta necesidad nacieron las primeras corporaciones espaciales, con el objetivo de obtener estos preciados recursos en otros planetas, primero en nuestro sistema solar, después en nuestro clúster estelar local, más adelante en toda la Vía Láctea.

Jan miró a través de la ventana en forma de rombo de su apartamento y suspiró profundamente. El paisaje era verde intenso, casi fluorescente, y el cielo azul claro en este soleado día de primavera. Aún así, no se sentía animado, sino insatisfecho.

Sus cerca de 10 años de investigación en ingeniería genética y bio-molecular le habían llevado a un impass. El santo grial de su época, la interfaz neuronal, se le escapaba de las manos. Varios estudios teóricos apuntaban a la posibilidad de conectar una IA con un cerebro humano, lo que abriría las puertas a la creación de personas artificiales adultas – sin la incómoda necesidad de criar sus cuerpos y educar sus mentes que suponía la clonación, o la ingeniería genética en embriones. Podría crear humanos artificiales completos, adultos desde el momento cero.

Otros experimentos habían demostrado que estas interfaces podían funcionar en animales cognitivos inferiores, como mamíferos, pero ni en primates cercanos al hombre ni en personas habían tenido éxito.

La limitación parecía radicar en la complejidad exponencial del cerebro, cuyas capacidades cognitivas vienen determinadas por el número de sinapsis, y no tanto por el número de células nerviosas que lo forman. Así, un cerebro con el doble de volumen podría tener un número de conexiones del orden de 10 a 100 veces superior, según la especie y el individuo.

Las IA actuales no parecían ser capaces de controlar las funciones de un cuerpo humano completo, por no hablar de las capacidades cognitivas básicas como el reconocimiento visual y auditivo, o el posicionamiento espacial. Los procesadores existentes no eran lo bastante potentes, y los sistemas nano-tecnológicos de bio-computación distribuida requerían de tal nivel de precisión y sincronización que un mínimo colapso de uno de los elementos del conjunto podía producir un fallo en cadena del sistema.

Jan se sentía cada día más frustrado. Creía tener la solución al problema de sincronización de los nano-procesadores, incluso había conseguido que el sistema funcionara durante unos pocos segundos. En un experimento típico, tras ensamblar un cuerpo humano artificial completo – en la jerga científica, un “androide”- y conectarlo con la IA más avanzada del momento (Arpa modelo 8), el cuerpo entraba automáticamente en estado catatónico, y se producía un colapso nervioso que conducía a la parada de las funciones vitales. El androide simplemente moría antes de nacer. Los más sofisticados productos de la ingeniería genética que la humanidad jamás había creado, estaban siendo sacrificados uno tras otro, fallo tras fallo, colapso tras colapso. Su equipo había probado todas las alternativas y cambiado todos los parámetros posibles, pero la interfaz neuronal seguía siendo una quimera.

De un brinco, se puso en pie, cogió su chaqueta y cruzó la puerta blindada de su apartamento, que se cerró tras él con un ligero siseo de pistones neumáticos, y un leve “click”. El edificio donde vivía era un viejo depósito de azúcar, parte del complejo de la fábrica, que había sido transformado recientemente en complejo residencial con viviendas, oficinas, tiendas, zonas deportivas y de recreo. De forma cilíndrica, con un diámetro de más de 30 metros y una altura de cerca de 60, el edificio lucía un extraño patrón de ventanas en forma de rombo. El sol de la mañana se reflejaba sobre la superficie redonda, metálica, moteada de cristales, dando a la construcción un estilo retro-futurista, similar al de los cómics de ciencia-ficción de mediados del siglo XX. Acero, hormigón, metal, cristal, y formas sugerentes era todo lo que hacía falta para dibujar el futuro, en aquella época de auge de nuestra civilización.

Jan se dirigió hacia el sur, y entró en la antigua fábrica, un enorme pabellón de ladrillo rojo y vigas de hierro oxidado, de estilo post-victoriano. Abandonado siglos atrás, y reconstruido para distintos usos y propósitos en diferentes ocasiones, ahora era propiedad de BioGen Sàrl, la empresa suiza colaboradora del Instituto Internacional de Ingeniería Genética para el que Jan trabajaba.

En el hall de recepción, un tipo en uniforme de guardia de seguridad le saludó:

– Buenos días, doctor Castelijns.

– Buenos días, Erick.

– ¿Está al corriente de la previsión solar? Se esperan picos de radiación de nivel superior a 12.5, durante las horas centrales del día.

– ¿Qué…? Ah, vaya… sí, tendré cuidado. ¡Gracias!

– Que tenga un buen día doctor.

Previsiones solares. Erick tenía una obsesión casi enfermiza con la radiación ultra-violeta, y no era para menos. Varias personas en su familia, incluyendo sus padres, habían sufrido diferentes cánceres producidos por la radiación UV más nociva de todas, la UVC.

Más de un siglo después de que las emisiones de carbono a la atmósfera cesaran, el efecto invernadero y el cambio climático eran conceptos del pasado. La naturaleza se estaba recuperando, y el clima se había estabilizado; las grandes inundaciones, las mortíferas sequías y los violentos huracanes ya no eran tan grandes, tan mortíferos, ni tan violentos. Seguían sucediendo con regularidad, sí, pero eran menos devastadores. Incluso algunas especies de animales y plantas consideradas extintas estaban volviendo a progresar, gracias a la gran iniciativa planetaria que limpió el ecosistema, incluyendo los océanos, a finales del siglo XXI.

El ozono, sin embargo, había prácticamente desaparecido. Responsable de filtrar la radiación UVC – la más dañina para el ADN humano – y parte de la UVA y UVB, su ausencia había traído consigo una verdadera crisis a escala planetaria. Sólo en latitudes por encima del paralelo 45 era posible salir a plena luz del día con la piel al descubierto, siempre y cuando se evitaran las horas centrales del día, y los picos y ciclos solares más intensos. Esto hacía la vida muy difícil en más de la mitad de los países de la Tierra, y aunque la ingeniería genética trabajaba frenéticamente en un sistema biológico de auto-protección UV, conseguirlo estaba más cerca de la ciencia-ficción, que de la ciencia-realidad.

El resto de especies, sin embargo, parecían haberse beneficiado de la radiación UV extra, y habían vuelto a poblar bosques, lagos, praderas, montañas, ríos y océanos. Incluso algunas ciudades meridionales ahora abandonadas.

Tras pasar el escáner de retina y ADN, Jan accedió a la zona restringida del edificio, y tomó el ascensor para bajar al 2º sótano, donde pasaba la mayor parte de su tiempo investigando. Al salir del ascensor, se puso un traje de bio-protección, pasó por la cabina de descontaminación, y accedió a una sala blanca, del tamaño de una cancha de baloncesto.

En el centro, varias mesas desbordaban con probetas, máquinas de manipulación de tejidos, microscopios, viejas computadores y algunos paneles virtuales de luz. Alrededor de la sala, contra las paredes, había dispuestas una serie de cabinas, cada una con un sillón reclinado rodeado de instrumental médico, similar a una silla de dentista.

En la pared del fondo, había una colección de androides, cada uno insertado en gran tubo cilíndrico lleno de líquido semitransparente, todos ellos con la cabeza gacha y los ojos cerrados. Varios tubos se conectaban a distintos puntos de sus cuerpos, bien formados, tersos, de pieles en varios tonos y colores. El tubo más grueso desaparecía tras la nuca.

Jan se sentó en su escritorio, y con un gesto activó su escritorio virtual, que se proyectó frente a él, sobre la mesa y a la altura de su cara.

– Mensajes.

Entre los mensajes rutinarios de mantenimiento, resultados de pruebas, y confirmación de reuniones, uno llamó su atención. Venía de un tal “Yuan Yu”, de la propia BioGen. Decía:

“Estimado Dr. Castelijns:

estamos muy interesados en sus estudios sobre interfaces neuronales en humanos. Algunos de nuestros últimos proyectos de investigación en IA han arrojado conclusiones que estamos seguros serán de su interés. Nos gustaría reunirnos con usted para estudiar posibles vías de colaboración futura.

Atentamente,

Yuan Yu

Director de investigaciones

BioGen Sàrl”

Jan cerró la interfaz de mensajes con un movimiento brusco de su mano. Pensando en voz alta sin darse cuenta, masculló entre dientes:

– Pesados… Siempre haciéndome perder el tiempo con los “resultados”de sus “proyectos de investigación”. No tienen ni idea de lo que están manejando…

Cuando se dio cuenta de que estaba murmurando, dejó escapar un suspiro de resignación, se levantó de su silla y se acercó a los tanques de androides. Los recorrió uno a uno, y se detuvo frente a uno de ellos, prácticamente indistinguible de los demás. En el lateral del tanque una placa indicaba un número, el 42. ¡Si tan sólo consiguiera hacer funcionar la maldita interfaz…!

Jan había consagrado su vida a su profesión como investigador científico. A sus 45 años recién cumplidos – todavía joven para el estándar de su época – tenía pocos amigos, mantenía relaciones estrictamente profesionales con toda la gente que conocía, y el amor era un concepto extraño que se escapaba a su entendimiento. Tras años de terapia psicológica, finalmente decidió que el problema no lo tenía él, sino el resto del mundo, que nunca entendería nada de lo que él intentaba explicar. Así se refugió en el objetivo de su vida: alcanzar la gloria, y pasar a los libros de historia, construyendo el androide perfecto; la más sofisticada expresión del potencial tecnológico de su tiempo; el primer ser humano artificial basado en IA de la historia. Indistinguible de un humano “natural”, pero mejorado en todos los sentidos.

Así, para el resto del mundo #42 era un androide más. Pero quien se acercara a observarlo en detalle, descubriría ciertas ligeras diferencias: las formas más marcadas, los músculos más firmes, los rasgos faciales más cercanos al ideal griego de belleza – pero con cierta asimetría, pequeñas imperfecciones añadidas a propósito. No era un cuerpo robusto, sino atlético, flexible y neumático.

Notó una presencia a su izquierda, y se giró. Se encontró cara a cara con un rostro de mujer hundido en un traje de bio-contención como el suyo.

– Doctor Castelijns, estamos listos para la siguiente ronda de pruebas. ¿Deberíamos intentarlo con el modelo #42?

– No, doctora Scott. Con ése, no. Todavía no.

– Doctor, tarde o temprano tendremos que intentarlo. Es el prototipo más prometedor que hemos…

– Lo sé, lo sé… a su debido tiempo. Debemos estar seguros antes de echarlo a perder en otro test inútil.

– Pero…

– Eso es todo, doctora. Procedan con el sujeto #37.

– Como desee, doctor.

Jan se quedó de nuevo solo, contemplando su obra, pensativo…

Si tan sólo consiguiera hacer funcionar la maldita interfaz…

Se dio la vuelta y se dirigió a reunirse con sus ayudantes.

Si hubiera observado el modelo #42 en detalle mientras hablaba con la doctora Scott, habría percibido un ligero temblor en el androide, como una especie de cosquilleo en su piel, apenas perceptible visto de reojo.

Si tan sólo hubiera estado observando…

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