Leena tuvo un sueño extraño. Lo más extraño es que podía recordarlo todo, cada detalle, sensación, pensamiento, con una vividez que no no cría haber experimentado nunca antes.
Pudo sentir el océano, y cómo su propia consciencia se disolvía lentamente en él. Cada roca, guijarro, grano de arena que alguna vez acariciaron sus olas en la costa. Cada fósil, concha, resto de estructuras parecidas a corales, que alguna vez reposaron en su fondo. Cada corriente submarina, cada rayo de sol, el constante calor emitido por el núcleo aún caliente del planeta…
El planeta. En un instante su foco de atención cambió y tomó consciencia del planeta entero, como si el astro fuera su cuerpo, como si pudiera sentir su mecánica interna, las fricciones en la corteza, el palpitante movimiento de convección de la roca fundida en su interior, el calor del núcleo ferroso girando… ¡el campo magnético! Podía sentir el cosquilleo del viento solar siendo desviados por la magnetosfera, a miles de kilómetros de distancia. Sentía el planeta como si fuera una sola entidad, un gigantesco ser vivo de roca, minerales, gases, y electromagnetismo. No pudo evitar emocionarse, hasta el punto de sentir una profunda alegría, una conexión mayor de la que nunca había sentido con ninguna persona.
La siguiente escena que experimentó no venía acompañada de sensaciones ni sentimientos. Era simplemente una secuencia de imágenes animadas, como una especie de película muda, pero con todos los detalles y a todo color. Comenzó con una gran masa de tierra rodeada de agua. Sobre ella había bosques, ríos, praderas, montañas y desiertos. Aves en el cielo, similares a las de nuestra Tierra, pero con una envergadura mayor de alas y más plumaje – probablemente debido a la gravedad ligeramente mayor de este planeta. El suelo y el agua estaban poblados de animales de diversos colores y formas, con pelo, escamas, patas, tentáculos, ¡ojos! Parecía que aquí la evolución hubiera encontrado las mismas estrategias, pero las hubiera combinado de otro modo, algo extravagante e insólito.
En la siguiente escena, el mismo paisaje, pero cambiado. Menos verde, más gris. Estructuras altas de materiales monótonos, algunas brillantes, otras transparentes, otras con formas contorsionadas, se erguían hacia el cielo, cubriendo la mayor parte de la superficie. Las más altas se perdían en la niebla. En el cielo había menos aves, y en la superficie menos animales.
Siguiente escena. Toda la superficie terrestre estaba cubierta por estructuras similares a las anteriores, pero más sofisticadas. Pero estaban en ruinas, la mayoría. Menos brillantes, menos transparentes, más oxidadas. El verde de los bosques había desaparecido dando lugar a un paisaje color ocre, tamizado de arbustos amarillentos que el viento transportaba de un lado a otro. Apenas unos pocos animales, minúsculos, similares a insectos, se movían en la superficie. El tamaño del continente parecía más pequeño.
Todo lo que veía se oscureció, y ante sus ojos se materializó la cara de un hombre de mediana edad, pelo canoso y bien peinado, un alzacuellos de sacerdote y el semblante grave. Sus ojos, profundos, penetrantes, la miraban abiertos de par en par, y su gesto era una mezcla de sorpresa y pánico. Leena no consiguió reconocerlo.
Leena se despertó sobresaltada. Trató de abrir los ojos pero la cegadora luz blanca de la estancia le obligó a cerrarlos de nuevo. Tan sólo logró emitir un corto grito ahogado, seguido de un largo gemido mientras su consciencia volvía a recuperar el control de su cuerpo.
Recorrió su magullado cuerpo con la mente. El pecho le dolía y le costaba respirar – probablemente se había roto una costilla; tenía los brazos magullados y un intenso dolor agudo en varios puntos de sus piernas. El cerebro le presionaba el cráneo como si fuera a explotar, y estaba algo mareada.
Escuchó ruido de pasos a su lado, y con los ojos entrecerrados adivinó una figura, humana, de estatura media, envuelta en un traje de bio-contención blanco.
– ¿Dónde… ?
Leena carraspeó para aclararse la voz. La figura, con una voz suave y calmada, dijo:
– ¡Doctor Dufour! La paciente está despierta.
Se inclinó hacia Leena, comprobó una pantalla con constantes vitales en el lateral de la cama, y con un tono de alegría en su voz, dijo:
– Parece que está de vuelta con nosotros. ¡Gracias a la Gran Consciencia!
Leena parpadeó varias veces, apretando los ojos fuertemente, intentando protegerlos de la luz intensa de la sala. Recorrió la habitación con la mirada. Las paredes eran metálicas, sin textura, ni brillo, ni ventanas. El techo era de rejilla igualmente metálica, y de él colgaban varias lámparas de plasma. A su alrededor había todo tipo de lo que parecía instrumental médico, máquinas de regeneración de tejidos, y algunos armarios cerrados. ¿Una sala de operaciones? En cualquier caso, ya no se encontraba en la superficie de A/315-J, eso por descontado. Semejantes recursos médicos sólo se encontraban en los grandes destructores espaciales militares, y en ciertas bases de abastecimiento comercial.
Otra figura, también uniformada con un traje de bio-contención blanco, entró en la sala. Leena pudo abrir los ojos lo suficiente para distinguir, en el pecho de cada uno de ellos, un parche con un nombre. “Enfermera Sáez”y “Doctor Dufour”.
Leena intentó incorporarse, con cuidado, aún mareada.
– ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Dónde estoy?
El doctor Dufour se adelantó hacia ella.
– Comandante Jakov, tiene usted suerte de estar viva. Se encuentra a bordo de la fragata espacial S. M. Nautilus; hace dos días detectamos la señal de auxilio proveniente de su nave. El comandante Pyke envió un equipo de rescate a sacarla del planeta… todo lo que sé es que llegó en estado catatónico… le administramos sedantes y ha estado en coma desde entonces. Su cuerpo ha sufrido grandes niveles de estrés, por no hablar de los golpes y la exposición a la atmósfera del planeta. Tiene una costilla rota, y le aconsejo que descanse hasta que recupere las fuerzas. Sus niveles vitales la sitúan fuera de peligro, por el momento.
– Pero, ¿qué…? ¿Qué demonios…?
– Me temo que ésa es toda la información de que dispongo. Mañana podrá hablar con el comandante. Por el momento, trate de dormir un rato.
Leena permaneció callada, la cabeza recostada hacia el lado contrario al doctor, tratando de recomponer sus pensamientos. Estaba confundida. Lo único que parecía tener sentido es que, con toda probabilidad, se encontraba en una sala de cuarentena debido a la exposición a la atmósfera del planeta – medidas básicas de seguridad interplanetaria. Pero… ¿cómo era eso posible? Según el análisis químico de Jane, el aire saturado de dióxido y monóxido de carbono la habría matado en menos de un minuto. Jane… ¿Qué había sido de Jane? ¿Habría sobrevivido? ¿Qué demonios le había pasado a su nave?
Ensimismada en un revuelo de pensamientos que se entrechocaban, Leena se sumió en un profundo sueño.