Como de costumbre, me sentía ajeno a toda la escena. Hubo un día en que ella ya no era ella, sin embargo era cualquier otra ella del repertorio, que lloraba con sus perfectas lágrimas de rompo-platos-cuando-nadie-me-mira, mientras él solo sabía esbozar una estúpida mueca de estúpido borrego estúpidamente degollado. La abrazaba, y ella lloraba. Maldecía, hablaba de competir en no sé qué olimpiada, y de viajes en tren a emociones exóticas y lejanas.