Los números se levantaron y comenzaron a pasearse. Se sentían solos y aburridos sin nadie que los sumara, ni tan siquiera los dividiera de tanto en tanto, así que decidieron salir a probar fortuna.
Algunas leyes abstractas soplaron a su paso, levantando una brisa que en ocasiones se tornaba vendaval, y se llevaba a muchos de ellos, arremolinándolos en torbellinos lógicos, arrastrándolos hacia otros lugares matemáticos mejores.
Los números fueron menguando en número, sin que valiese su redundancia. Día tras día, se enfrentaban a los problemas más complicados del libro de sus vidas, sufrían los más duros tormentos operadores. Derivaban su camino ambulante, se reintegraban cientos de veces por aquello de “la unión y la fuerza”, sin caer en la cuenta de que la fuerza les hacía derivar dos veces el camino que obtenían en claro con una única integración.
A pesar de todo, los números siguieron avanzando. Cuanto más restados, más se fraccionaban para paliar su déficit. Aquel dios-ley-gente de allá arriba los torturó de mil maneras, pero ellos siempre aguantaron estoicamente.
Hoy, tienen un monumento en cualquiera de las revistas de ciencia y tecnología que lees en la peluquería mientras comentas a tu amiga Paquita lo del vecino de la tercera, que ha decidido a sus treintaytrésytantos salir del armario ropero de su habitación.
Cada obsesivo con lo suyo.