Jake de nuevo

Lo cierto es que siempre ha habido gentes de todo tipo en la ciudad. Desde que tengo memoria, he salido a las calles encontrándome rebaños de turistas perdidos entre una mezcla muy característica de olor a inciensos y humedad, ojeando piezas de orfebrería en la calle Praterías. En las aceras mojadas, como parte del paisaje, pintores que han inmortalizado en carboncillo las maravillas de la plaza de Fonseca, soñadores que vendían, y venden pulseras de hilo y otras baratijas, y juglares que aún cantan dando vida a las esquinas. Siempre ha habido hombres y mujeres de muchos sitios muy lejanos, muy distintos pero muy iguales en el fondo; todos buscaban algo, todos estaban impregnados de Santiago.

Sin embargo, aquel día sucedió algo distinto. Las callejuelas que dan a la Quintana estaban abarrotadas, lo habitual un domingo por la tarde; hippies, rastafaris, caminantes, viajeros despistados, turistas vacacionales… cada cual con su cruz y sus historias, y un poema en la mirada. Había una pareja, los dos eran jóvenes; tal vez, él algo más que ella. Andaban despacio, él tenía sus ojos tapados por las manos de ella. No les conocía, pero cualquiera diría que estaban hechos el uno para el otro. Recuerdo el brillo en la mirada de aquel chico cuando se dio la vuelta y contempló la Catedral. Estuvieron un rato allí plantados, abrazados, contándose verdades al oído; después se marcharon por donde habían venido. Ella tenía rizos negros en el pelo, y él sólo tenía ojos. Unos grandes ojos que miraban con energía, que cantaban una extraña melodía, que parecían haber venido desde muy lejos, pero no mostraban ninguna fatiga.

Pasó el tiempo y la ciudad siguió su ritmo normal de vida. Allí no se podía hablar de monotonía, porque cada día era distinto de los demás, estaba lleno de gente diferente, y tenía también un sabor especial. Cada vez que llovía las piedras emanaban Luar na Lubre, y cada vez que salía el sol el verde de Bonaval deslumbraba la ciudad entera. Cientos de miles de historias iban y venían, pasaban, eran contadas de unos a otros, de hombres a mujeres y viceversa, y de padres a hijos. Cientos de miles de relatos cada día cambiaban de labios, hablaban de meigas, y de mariposas, y de conxuros en cuencos de barro. También de duendes, demos, trasgos e diaños, los había incluso que podían permitirse hablar de honor, amor, lucha, sacrificio, odio, dolor, vida y muerte. Hubo al menos una historia que hablaba de todo eso, ella sola.

Volví a encontrarme a aquel chico otra tarde de domingo cualquiera, en la que el sol lucía con esplendor y renovado brillo, después de días de lluvia. Él estaba sentado en el suelo del Obradoiro, tenía las piernas cruzadas, los brazos sobre el regazo, y los ojos oscuros, tanto que me costó encontrarlos. Desde que lo vi por primera vez tuve curiosidad por esos ojos, y aún siendo suyos, parecían iguales pero distintos. Como un río después de años es el mismo pero ha cambiado. Dedicí sentarme a su lado.

¿No te encanta el olor a piedra húmeda cuando deja de llover?

Es curioso – comenzó a hablar el chico – en el sitio del que yo vengo, huimos del sol para no abrasarnos la piel. Aquí, todo es distinto. Los extremos extienden un dedo y se tocan, el cielo se cubre y se despeja con tanta facilidad como los sueños nacen y mueren. Es especial.

En lo profundo de la negrura de las cuencas de sus ojos, advertí un tenue fulgor, apagado, que luchaba por respirar.

Esta ciudad es especial – prosiguió – todo en ella lo es. Te hace despertar, reír y llorar, te lo da todo, te muestra el camino; pero con la misma facilidad le da la vuelta y te deja desnudo, anhelando lo poco que has tenido. No sé vivir sin sus paredes de piedra, tampoco entre ellas. Hace años dejé de saber quién soy y qué me conduce; vine aquí siguiendo una estrella, cuando aún era inexperto, cuando mi corazón se sentía joven; cuando no sabía que todo aquello que luce con el doble de intensidad, dura la mitad. Lo bonito de las estrellas fugaces es que te dan el tiempo justo para pedir un deseo, y después desaparecen antes de que puedas comenzar a echarlas de menos. Suceden tan rápido, que transcurridos unos segundos, no sabes decir si las has visto o soñado; como las hadas, como las meigas, como las mariposas cuando se marchan. Sólo te dejan un bonito recuerdo de algo que pudo haber sido, pero no es; de un algo que nunca sabrás si fue del todo cierto. Te dejan un ligero cosquilleo en los labios y un incómodo hormigueo en los pies. Y un insoportable vacío en el alma.

Vine buscando descubrir quién soy, pero sólo sé quiénes no soy; no soy cada una de las personas que han pasado por mí en este tiempo; no soy las posadas que he visitado, ni las calles que he andado sin rumbo, ni las mujeres ni los hombres con quienes he brindado por el futuro; no soy tampoco todo lo que he sido, ni lo que me ha quedado por ser. Los sueños, sueños son, mas ¿qué no lo es?

Permanecimos un rato callados. No supe qué decir, todo lo que aquel chico me estaba contando, yo ya lo había leido en su apagada mirada. Comenzó a atardecer, fue entonces cuando se incorporó, se ajustó las gafas de sol, miró al horizonte, y sin mediar palabra, se marchó. Me di cuenta tarde de que se le había caído la cartera del bolsillo, y la guardé pensando que volvería. Nunca lo vi de nuevo por Santiago, ni oí hablar de él. Una vez encontré a la chica de aquel primer domingo por la calle, la de los rizos azabache. Sonreía cogida de la mano de otro chico alto y guapo, y llevaba un niño en brazos. ‘La vida es sueño’, me dije, ‘y los sueños, sueños son’. Me vino a la mente aquella melodía que escuché en los ojos del chico del sur. Rescaté su billetera de entre los recuerdos de mi zurrón. Contemplé su rostro una vez más, aquella fotografía a la que aún le quedaba esperanza. Volví a guardar con cuidado su retrato.

Se llamaba Jake.

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