Jake (2005)

Jake era un chico del sur, alegre, soñador y vivaracho. De pequeño oyó decir a su padre que algunas mujeres, algunas veces, no mentían, y a su madre, que otras tantas eran los hombres quienes no hacían daño. Así que Jake pensaba que estaba prevenido y preparado para todo. Y creció muy deprisa.

Un buen día Jake decidió salir a ganarse las habichuelas fuera de casa. La vida en el sur era difícil para bohemios empedernidos, y en los bares y las plazas los ancianos hablaban de lugares mejores. Contaban leyendas que describían tabernas de piedra en nada parecidas a aquellas paredes de yeso donde se apuraban las jarras de cerveza sureña; rincones cálidos salpicados entre calles mojadas, donde una magia cautivadora se respiraba en el aire, los fantasmas moraban entre las vigas de madera de las alcobas, donde las sensaciones afloraban y el arte manaba de la roca enmohecida por el tiempo, y donde si estabas triste, los juglares te devolvían la alegría.

Así, en vistas de un largo viaje, decidió no cargar su zurrón con nada más que lo indispensable: una flauta y las canciones grabadas en su memoria desde pequeño, para animar el camino; un libro, maltratado por el tiempo pero cuidado con esmero, que narraba las historias de un joven príncipe que un día salió a conocer planetas; una bota de piel para recoger agua de los arroyos, y la tranquilidad de saber que el único alimento que necesitaba era el anhelo de aquello que había salido a buscar: su lugar.

Durante varios meses anduvo, siguiendo los pasos de los viejos cuentos de peregrinos que una vez alcanzaron su destino; guiado por sus corazonadas de día, y por las estrellas de noche. Los árboles le servían de refugio cuando llovía, y los puentes cuando el viento le hacía tambalear con su fuerza. Mucha gente le observaba con curiosidad al pasar delante de sus casas mientras él hacía sonar en su flauta una melodía que nunca terminaba, camino de La Ciudad. Era una canción que su madre le cantaba en la cuna, pero de la que nunca recordó sus notas finales.

Muchos pueblerinos le miraban con desconfianza, como a un ladrón o a un pícaro, pues sus ropas se habían ido royendo y desvencijando con la marcha. Algunos chiquillos se reían al verle pasar, pues nunca habían visto un personaje tan estrafalario caminando por sus campos. ¿Quién iba a pararse a preguntarle el motivo de su marcha? Y aunque lo hicieran, ¿quién lo iba a entender?

Las llagas de sus pies le dolían cada día más, y comenzó a debilitarse su ánimo. Tropezó cientos de veces; sus guantes de lana quedaron hechos jirones; sus ropas estaban remendadas hasta la saciedad, pues se habían rasgado con las zarzas que crecían en las cunetas, en los matorrales y en los bosques; beber el agua de su bota podía hacerle enfermar por la suciedad de los ríos que producían muchísimos hombres de bien.

Se sentía débil, cansado, algo decepcionado por tantas dificultades a las que no encontraba explicación, pues su motivo era sincero, y siempre creyó que el Universo conspiraría a su favor si se proponía algo de corazón. Su música se volvió monótona, y escondió su querido libro en lo más hondo del zurrón. Un día trastabilló y cayó desvanecido. Rodó varios metros por la suave ladera de una colina pintada de hierba fresca, hasta terminar al lado de un tranquilo lago de cristal, tendido boca arriba en el suelo.

Cuando recuperó el conocimiento, una imagen muy hermosa colmaba sus pupilas. Una luz cegadora no le dejaba ver más allá del rostro blanquecino de una joven sonrisa. La joven hizo una pregunta, pero no eran palabras sino música lo que llegaba a los oídos de Jake. Él, le respondió con otra sonrisa. Entonces sucedió algo maravilloso… la melodía de su flauta comenzó a sonar en su cabeza, pero esta vez ¡estaba completa! ¡Había encontrado el final entre sus ensoñaciones!

Se frotó los ojos para asegurarse de que aquello no era un sueño, y al abrirlos de nuevo, sólo vio algunas nubes en el cielo azul, que crecieron hasta ocultarlo. Comenzó a llover. Pero Jake, con sus fuerzas renovadas, no estaba dispuesto a dejarse amilanar, rescató su flauta y su libro de su arresto en el zurrón y comenzó a tocar con fuerza, con pasión, con ilusión. Entonces se dio cuenta de lo hermosos que eran los días de lluvia, de lo bonito que era el paisaje al borde del camino, y de lo maravillosas que eran las gentes que lo saludaban al pasar.

Al atardecer del quinto día, los tejados grises de La Ciudad se mostraron ante sus ojos. Jake penetró en sus calles, atónito, admirando la belleza de sus muros de piedra mojada, y respirando el encanto de meigas y bruxas que emanaba de las casas. Las tabernas rezumaban la magia de los caballeros del medievo. En las esquinas, viajeros como él hacían sonar sus melodías, cada uno con un instrumento distinto, creando una riqueza que enturbiaba el sentido, y se mezclaba entre los edificios como un gran rumor de la grandeza de La Gran Ciudad.

Siguió el río de gente que iba y venía, hasta llegar a una gran plaza, donde las estrellas brillaban con una intensidad casi mística… donde las meigas de antaño practicaban sus conxuros y algún orfebre artesano modelaba cruces de Santiago.

Cuando llegó al extremo de la plaza, sintió una brisa fresca en la cara, se giró, y su tiempo quedó detenido con la visión que contemplaba. La mayor construcción en nombre de los dioses que en su vida pudo contemplar, se alzaba ante sus ojos con la majestuosidad que sólo el tiempo puede otorgar a las grandezas de la humanidad. Y, delante de esta nimiedad, una joven que le resultaba muy familiar le miraba, sonriente.

¿Y bien?, le preguntó ella.

Me llamo Jake – respondió – y tú eres el final de mi canción.

Y sonrió.

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