Ángeles y humanos

Hubo un tiempo en que los ángeles moraban la tierra, campaban a sus anchas por valles, llanuras, y montañas. Dicen de aquella edad remota que el cielo era de un azul intenso y el sol brillaba con una luminosidad especial, onírica; su luz se derramaba sobre la hierba como leche en un cuenco, como si la magia fluyera y se pudiera respirar en el aire.

No habían aparecido aún los Reinos de los Humanos, ni tampoco había animales ni más plantas que la fresca hierba verde que cubría la Tierra entera. Los mares y océanos eran tranquilos, no había olas, tan sólo un sutil ir y venir de las aguas en la orilla, un continuo mecer que murmuraba suaves melodías, apenas un susurro. Tampoco había más viento que una ligera brisa arremolinada que corría entre los valles, libre realmente, ni más nubes que algún algodón ocasional allá en el horizonte, inmóvil a la vista, pues podría tardar semanas en cruzarlo de este a oeste o de norte a sur.

Los ángeles tenían aspecto humanoide, su piel, ojos y pelo tomaba todos los colores que hoy conocemos, más algunos que sólo podríamos imaginar. Lucían un aspecto joven, amable, de suaves formas. Milenarios, poseían la sabiduría de miles de años, y la frescura de la adolescencia. Componían música, todos ellos, con distintos instrumentos. Algunos sentían afición por el sonido dulce de las flautas de madera, otros por la armonía de las arpas, y las hacían sonar con un ritmo sosegado. Era lo más parecido al Cielo en la Tierra.

Dicen todas las leyendas que los ángeles no tenían sexo, más bien siempre se ha hablado del sexo de los ángeles como algo indeterminado, y es cierto que no era la pasión ni el desenfreno lo que podía caracterizar aquellas criaturas, sino la serenidad de un amor sincero. No había uno solo de entre ellos que no amara a sus semejantes por encima de sí mismo, pues era comúnmente entendido que no existía bien mayor para el individuo que el bien para el vecino.

Y aún así, se enamoraban, y vivían romances y eran felices, pues aún cuando privados de la pasión que tan natural es en los humanos, eran capaces de percibir y sentir las emociones como percibían el olfato, el gusto o el tacto. Simplemente, tenían un sentido más, el cual les daba la ventaja de poder comprender no sólo ideas, sino también sentimientos. Muchos de nosotros venderíamos nuestra alma hoy día por disfrutar de ese don durante sólo cinco minutos.

Sin embargo, aún enamorados, no tenían hijos. Los ángeles no nacían de los ángeles, nacían de la Tierra, cuando todavía se podía hablar de ésta como de un planeta vivo. Gea conocía bien los seres que caminaban por sus praderas, pues eran parte de su fuerza vital, de su espíritu, de su saber hacer, de su increíble poder. Ningún ser vivo podía sentirse afligido, ni decaído, ni sumirse en la tristeza, mientras Gea alimentara su alma y sus entrañas, pues vivir en comunión con el planeta implicaba compartir su pureza y su fuerza, sus ganas y alegría por existir.

Fue un fatídico día cuando cruzó el cielo inmóvil una gran bola de fuego, provenía del espacio exterior. Podría haber tenido cualquier origen, pero se cree que fueron los restos de una estrella muerta los que se precipitaron contra la Tierra. O tal vez un planeta que había perdido la esperanza, y se había abandonado al tiempo, dejando escapar toda su vida hasta secarse y estallar en llamas.

Cuando el fuego impactó contra el suelo, produjo una gran nube de polvo y cenizas, y un gran estruendo tal que todo el aire del valle comenzó a moverse, contagiando su inquietud, como una gota que cae en un estanque, al planeta entero. El cielo y las nubes comenzaron a desplazarse en consecuencia. El meteorito produjo también dolor, ira y resentimiento, y desequilibró el planeta hasta hacerlo girar. La eterna luz crepuscular del día que había durado eras, se había convertido en un instante en una fugaz batalla entre la luz y la sombra, la verdad y la oscuridad, que se disputaban sin cesar por la dominación de Gea, sin llegar nunca a un acuerdo; sin vencedor ni vencido.

Los ángeles, nerviosos, sintieron miedo, rechazo a lo desconocido y odio. El viento que había originado el impacto se fue llevando sus plumas hasta que todos perdieron por completo las alas, sin excepción, y entonces también sintieron vergüenza y humillación. Sucedió que algunos encontraron consuelo en el egoísmo, en el poder, en la venganza, en la oscuridad y en el odio hacia todo lo que ya nunca serían. Se volvieron mezquinos, inestables y volátiles, y al estar ligados al tiempo y a su continuo cambiar desde El Incidente, comenzaron a morir. Comenzaron a sentir el sufrimiento del planeta y a preguntarse los unos a los otros sobre el porqué y los motivos, hasta que de la angustia que no sabían apaciguar terminaron por nacer los dioses que habrían de dar sentido al caos y al desorden.

En estos albores de los Tiempos, en esta sopa de confusión y desesperanza, algunos ángeles dejaron de amar y respetar a sus semejantes, y se marcharon por su cuenta, estableciendo la individualidad y la propiedad, y dibujaron sobre Gea las líneas imaginarias de lo que llamarían sus dominios, creando con ello lo que más tarde se conocería por reinos, y naciones.

La actividad meteorológica de aquellos primeros Tiempos hizo surgir del firmamento la primera Tormenta, que se presentó en forma de estruendosas nubes negras. El cielo entero se cubrió, queriendo engullir a la Tierra, y se formó la primera gota de lluvia. Una gota que nació del creciente malestar del planeta, corroído hasta las entrañas por el veneno y las llamas que habían contaminado sus valles y a sus pobladores. Antes de morir, Gea reunió toda la fuerza que le quedaba para dar vida a aquella gota, y la hizo caer sobre el lugar donde el caos había tocado la paz y la pureza.

La gota, al estrellarse contra el suelo, salpicó en miles de millones de diminutas partículas, y algunas de éstas a su vez fueron a salpicar a algunos ángeles, ya caídos, desprovistos de alas; así, Gea les otorgó el don de la creación y de la vida que durante eras le había sido exclusiva. Fue así cómo los ángeles, ya desvirtuados, pudieron engendrar, tuvieron descendencia, y poco a poco se adaptaron a la furia que el Meteorito había desatado, hasta llegar a olvidar, con el paso de los milenios, el origen de todo. Nacieron también de aquellas gotas todo tipo de seres vivos, animales y plantas; de las pequeñas lágrimas que salpicaron la hierba con el último suspiro de Gea.

En ellos fue creciendo la angustia y la frustración por desconocer el motivo que había perturbado sus almas, el origen de su propia existencia. Aprendieron la felicidad del momento y el valor de las pasiones perecederas, pero en ningún momento dejaron de anhelar un algo de lo que ya no recordaban su esencia, qué era ni cómo les haría sentir. Su único consuelo fueron los dioses que habían creado para superar la tragedia. Fue así como la magia se disipó en el viento, su sexto sentido se ahogó en los ríos y mares que crecieron de la tormenta, sus alas volaron y volaron hasta convertirse en estrellas, y, sumidos en un profundo pesar, se enfrascaron en todo tipo de tareas cada cual más mundana, y a luchar entre hermanos por dominar las últimas parcelas de lo que antaño fuera una única Gea.

Hubo guerras por territorios, poder y riqueza. Los conocimientos tergiversados sobre la época del Paraíso que a lo largo del Tiempo se fueron transmitiendo, quedaron custodiados por unos pocos elegidos, que persiguieron y discriminaron a todo aquél que les cuestionaba. Aquéllos quienes no habían perdido del todo la memoria ni la fe ni la esperanza, quienes quisieron creer que había algo más allá de cuanto los sacerdotes contaban. Fueron llamados falsos profetas, brujos, hechiceros, y toda suerte de nombres siniestros.

El mundo se hundió en la sombra. Y entonces nacieron los primeros seres humanos.

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